Muertos de frío, muertos de miedo

“(…) que no sirvió de nada,
o casi nada,
que no es lo mismo,
pero es igual.”
“Fotos de familia”, Carlos Varela

Balseros Cubanos
Flickr.com

“-Deja la niña-, me dijo con los ojos empapados de desconsuelo y hubiese jurado que sabía. -No mamá, la niña se va conmigo,- le di un beso apresurado que habría alargado la vida entera y cerré la puerta tras de mí. Moría al dar la espalda a mi madre. Pero elevé la barbilla, apreté los labios mientras mis pulmones enrarecían el aire, y abrí los ojos cuanto pude para que no escapara el llanto.”

Los mismos ojos que ahora se abren desmedidos en la oscuridad. Desorbitados por no saber donde posarse en la lejanía que no descubren, y solo, de vez en vez, encuentran recalo en la niña que la luz del rincón perfila y que le abraza mojándole el pecho con su rostro.

Y ella la mece con desesperado automatismo, presa de una respiración atormentada. ¡Que no sabe si es el frío o los nervios lo que la provocan! Aunque, a estas alturas, ese mecer ya no parece de ella, sino del oleaje que cobra fuerzas. -¡Agárrate fuerte!- grita, y mientras la pequeña obedece, le vuelven unos inmensos deseos de llorar, y esta vez llora, aunque parezca que ríe cuando mira a su hija.

Lejos, bien lejos del último recuerdo de su madre, escucha las voces de sus compañeros de viaje y los esfuerzos por remar, por no ceder a la corriente y asirse fuerte de las tablas y los diminutos muros de contención.

Casi no siente el mareo de horas antes. Vomitó dos veces y la pequeña tres. “Tan frágil”, piensa mientras la ve aferradita a ella, con el labio inferior en puro temblor.

Mira el cielo desde su vaivén. Hay estrellas, aunque no tantas como las que espera. Pide a Dios un milagro e intenta escudriñar en la oscuridad mejor, atisbar un avión, otra balsa, siquiera.

De pronto, el corazón se le arrincona. Un destello ilumina fugazmente. Hay tormenta en el infinito y, en gris y negro, sus ojos le devuelven el perfecto trazo del horizonte y una manta inmensa que les traga: el mar.

Amanece, y una balsa vaga a la deriva. Unos balseros le pasan por el lado, atentos a cada trozo de ella, idos en una imaginación que intenta descubrir los rostros de quienes la embarcaron una vez. A veces son miles en el año. Salen de Cuba en busca de un paraíso situado a 90 millas.

A algunos les basta una goma de tractor para una travesía sola. Otros, arman improvisadas balsas de madera y corcho con viejos motores de carros. Remodelan máquinas, camiones; ensamblan o funden aquí y allá; unos remos; a veces una vela hecha de sábanas; y gomas sujetas a la parte inferior, para flotar.

Se hacen a la mar por días en busca del ¿Edén? Que tienen hambre, que se sienten presos, es alegato común. Y los que se quedan, muchos, entienden que es más un problema de expectativas que de penuria real.

Lo cierto es que en Cuba se vive. Con pocas opciones de acceso al consumismo que nos exportan otras sociedades, mas se vive. No es el hambre de África, ni es la represión de un Franco o un Pinochet. Es, simplemente, el sueño a rastras de construir Socialismo entre un mundo que no le da la mano, un bloqueo económico comercial que exprime, y muchos vicios y anhelos de fortuna que desangran.

El problema es material. No hay presupuesto para pagar beneficios sociales y sufragar, a la vez, los objetos que el consumo capitalista propone como mundo mejor. Y el régimen elige Educación, Cultura, Deporte, Salud, Asistencia y Seguridad Social.

Cruzar el mar se vuelve empeño de algunos miles, enfadados con el Comunismo por no darles la oportunidad de “tener para ser”, porque el “ser para tener” en el subdesarrollo jamás suplirá ansias de carros, mucha comida, dinero, lujos, comodidad, otro país.

Las 20 mil visas que están, pero no da completas Estados Unidos, la Ley de Ajuste Cubano que ampara y ofrece residencia al año para quien cruce, los cuentos de lo que allá se tiene, los silencios sobre lo que se pierde, los lanzan al mar.

Quedan las fotos, los tiburones llenos, el dolor, y la madre que llegó a Miami como héroe mientras su mente vive el fugaz minuto en que una ola grande desestabilizó la balsa y su hija se le perdió de las manos. Ahora, sus ojos se pierden en un horizonte poblado que no le interesa porque están sin su niña, sin sus sueños, solos, fríos, y muertos de miedo.